Rebecca
Rebecca es la tercera novela de la autora inglesa Daphne Du Maurier. Fue publicada en 1938. Dos años después, Alfred Hitchcock dirigió un largometraje basado en la misma, siendo su primer rodaje en Estados Unidos. Fue la película que le abrió al director las puertas de Hollywood, y la única de las suyas que fue ganadora de un Óscar (en 1941, por “mejor fotografía en blanco y negro” gracias a su Director de Fotografía George Barnes.)
El argumento es el siguiente: Tras enviudar, Maxim de Winter viaja a Montecarlo para olvidar su pasado. Allí, vuelve a contraer matrimonio, esta vez con una mujer más jóven que él. Luego de la luna de miel, regresan a la mansión de los Winter. Todo es perfecto hasta que la memoria de la fallecida Rebecca hace mella en el matrimonio. De allí la traducción de su título como “Rebecca, la mujer inolvidable”.
Al igual que Du Maurier o Hitchcock, yo también tengo a mi Rebecca. Pero este personaje no es ficción, es mi abuela y su nombre es Silvana Rita Grunberguer.
Silvana se casó con Ricardo, y tuvieron dos hijas: Carina y Mariel. Casual y sospechosamente, las hermanas tuvieron cada uno de sus tres hijos en perfecta coordinación. El primero en nacer fue mi primo Federico -en julio del ‘94-, seguido por mi hermano Lucas -en octubre de ese mismo año. La primavera del ‘96 nos trajo, con tan sólo un mes y cinco días de diferencia, a mi prima Juli y a mí. Finalmente, mi hermano Pablo y mi prima Nati llegaron para romper algunos patrones: fueron los únicos que variaron el año -octubre del ‘99 y abril del 2000- y el género.
“Abuela Silvana”, para mí. Crecí influenciada por esta mujer, la madre de mi mamá, la persona que me recibía cada jueves en su casa, la abuela que organizaba pijamas parties con todos sus nietos y nos despertaba cantando “buen día, para todos mis nietos buen día”, mientras nos traía jugo de naranja a la cama.
Ya escribir su apellido me invoca sus enseñanzas: Grunberguer, por ser un sustantivo propio proveniente de otro idioma, no cumple con la regla ortográfica del español que establece que después de una “n” nunca sigue una “b”. Las combinaciones correctas son “mb” y “nv”.
Tuve la suerte de tener una abuela presente y amorosa, la cual fue compartida en partes iguales entre todos los primos. Jamás hizo diferencia, ni cedió ante nuestros esfuerzos individuales de que nos nombre como favoritos. Sin embargo, me ha admitido que soy en la que más se ve reflejada.
Lo dijo sin intención de ocultar una preferencia, sino más bien como una simple verdad. Fue ella quien me acompañaba a mis clases de comedia musical cuando tenía 5 o 6 años, la que se deshizo en aplausos en la muestra final del curso de teatro que hice en 4 año de la secundaria, y la que tiene las revistas en las que salí guardada como un tesoro. Siempre incentivó mi exploración de facetas artísticas, quizás un poco reparando su propia historia.
Ella quería ser actriz, tuvo la oportunidad de estudiar teatro con los mejores directores y lo amaba, pero su carrera se vió frustrada por los prejuicios -sobre todo de su mamá- sobre la profesión para una linda mujer en aquella época.
Mi abuela creció con la etiqueta de “linda” en su familia, con el peso que conllevaba ser una mujer sexy en un tiempo donde era sinónimo de puta. Siempre cuenta entre risas con un tono sarcástico que se imaginaba que sólo se podía hacer el amor de noche, ya que de día podía salir con hombres sin que le dijeran nada.
Su belleza no disminuyó con los años. Tiene una elegancia innata, de la que da gusto creerse heredera. A sus ochenta y tantos años le siguen sucediendo escenas como la que me contó en nuestra última llamada, en la que un taxista que la llevó a la casa la quiso seducir. No sólo me gusta que hayamos construido la confianza para tener ese tipo de charlas, sino también el mensaje que me transmite a mí cómo su nieta: sentirse un ser deseado y deseante en la vejez es posible, no se termina la diversión cuando una se jubila.
Pero se vive de otra manera. Con límites más claros, con poco tiempo para perder. Ella está segura que no quiere convivir con nadie, que no le interesa volver a casarse ni tener ese tipo de relación. Hay unos pares de ex novios o salientes que le escriben para decirle que nunca se olvidaron de ella. Es que claro, ella es Rebecca, la mujer inolvidable, les contesta.
Y si bien ella atribuye a su indudable belleza y natural gracia el hecho de que algunos hombres no la puedan olvidar, yo atribuyo a su constante presencia, bondad e inteligencia que su familia siempre la va a tener presente.
Un jueves como cualquier otro, a mi me cambió la vida. “cuando no pasa lo que queremos, pasa lo que necesitamos”, me ofreció como consuelo ante una mala noticia. Cuando las cosas se acomodaron, pude entender la frase e incorporar una nueva perspectiva ante los traspiés de la vida.
Para tenerle miedo al olvido habría que primero creer que existe algo inolvidable. Somos fugaces, finitos y por mucho que lo intentemos jamás seremos permanentes, perdurables, fijos. Sin embargo, somos imborrables del corazón de la gente que nos ama mientras éste sigue latiendo, y ese es suficiente consuelo. Con que dure una vida es suficiente.
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